Diez Estaciones del Subdesarrollo

TÚPAC AMARU

Clavamos el tiempo en nuestra sangre. Inventamos con muñecas rotas y viejas. Bombeamos la cocina a kerosene hasta que las manos se nos ampollan. Hicimos largas colas en las bodegas para comer. Nuestras abuelas cargaron interminables bolsas de arroz sobre sus hombros. Vendieron anticuchos para sobrevivir. Mis hermanos y yo jugamos mata gente, arrojamos con violencia la pelota a quien iba a desaparecer. Caminamos solos con una caja vacía sobre los muros. Lloramos porque el invierno, la lesión, el grito, eran más largos cada vez. En nuestra manzana de la avenida Túpac Amaru las madres se iban y dejaban a sus hijos pequeños encerrados en la casa. Nosotros y ellos. Tú. Nuestra alegría era un sueño que ingresaba a otro sueño. Y yo, yo, una y otra vez, sin amor, vi a mi padre y a mi hermano irse, caer.
Tuvimos innumerables días para conocer el limbo. Recuerdo haber estado echada largas horas en la cama de mi madre sin saber qué más imaginar, hacer o pensar. El aburrimiento de quien vive para la derrota, un tipo de desconexión prematura que sabe sostenerse en el tiempo, una hermana o quizá la pequeña hija de la muerte que te envuelve con sus hilos del sosiego, la conformidad y una paz imperturbable. Fuimos hijos de la generación X o generación de los idiotas. Porque como dijo la poeta Leonor García Hernando: el idiota es un ser inacabado. Y nosotros, aún adolescentes, sufrimos esa incapacidad. Pero fue la calma la que nos permitió tener conciencia de que caíamos. Porque caíamos a un pozo, oscuro y profundo, lleno de sexo, alcohol y religión. Nadie leía, ni hacía política, ni escribía. Hacíamos silencio, prendíamos velas, nos escondíamos, nos encerrábamos en casa esperando que los meses pasaran y al fin todo fuera distinto. La verdad fue que, con los días, nada cambiaba. Entonces había que ser un héroe. Un héroe de la resistencia, uno que simplemente sabe que está, que existe. Porque los héroes nunca mueren. Como el mar, siguen siendo. De todos modos, esperábamos que lloviera, para mantenernos limpios y fuertes en mente y en espíritu. Sin un Virgilio, sin un Marx, sin un Mariátegui, sin un Platón para guiarnos, a dónde podíamos ir. Pues sólo a nuestra cabeza. ¿Qué hubiéramos hecho sin ella? Quizá, amarrarnos al árbol del vértigo como lo hacen los futuros suicidas. Cuántas veces quisimos cortarnos un poquito las venas. No pudimos. Fuimos cobardes. Cobardes todo el tiempo. Era el miedo. Siempre fue el miedo a uno mismo. A lo incapaces que éramos para salir de esa habitación que no habíamos construido. Porque no sabíamos quiénes éramos realmente. Habíamos vivido en un país que buscó por todos los medios confundirnos, negarnos, quitarnos, olvidarnos desde la historia, nuestras familias y la idea del mundo. Y allí estábamos, casi siempre en horizontal, como los muertos. Nuestro micro, la casa, el teléfono, la universidad, los medios, la comida, la informalidad, la corrupción, la iglesia, Sendero Luminoso, los milicos. Fueron ataúdes preparados para nuestra sepultura. Esa fue la zona. Y allí lo que fuimos, lo que sucedía, no estaba. Un desastre, donde el thelos, el fin de todo hombre o toda mujer o todo niño o todo anciano no estaban. Ingratas, las cosas se alejaron. Advertí la humillación, la ignorancia, el engaño, la mentira, la trampa. Tranquila, recordé el rostro de mi padre, la trenza cenicienta de mi abuela, mis cerros de Comas, el ladrido extraño de mi perra Noite, el muro por donde caminé con mi cajón de juguetes, el árbol de palto que sembró mi abuelo. Allí, el derrumbe de las otras construcciones. Allí, mis seis casas. Mi refrigeradora malograda llena de piedras preciosas. Intenté romper la cuerda del que sirve, la cuerda de la oveja que obedece y nada reclama, la que sólo sabe comer pasto pues no le han enseñado otra cosa. Yo quise aprender y por eso jugué a la botella borracha. Jugué a la mínima felicidad, al consuelo, a la contemplación. Ya no me importó alimentarme, arreglarme, dormir bien, el futuro, adquirir bienes, seguir estudiando, militar. Importó prestarle atención a la mancha, a la provincia, a la falta, a la sangre, a la calle vacía, a la neblina, al quechua, al barro, al temblor. Aliento de tuberculoso que me despertó al vacío de un nombre. El nombre Perú. Un invento de algo que no soy, que no me configura sino más bien me rompe. Porque no lo entiendo y lo sigo pronunciando, lo sigo pronunciando y no me canso. No me harto. Y así, impregnada con las astillas de sus letras, el árbol del conocimiento desaparece y entonces vagabundeo como un zombi en busca de la comida prohibida: la verdad, la memoria, la justicia.

About the Author | Teresa Orbegoso

Teresa Orbegoso was born in Lima, Peru in 1976. In 2011, she published her poems, Yana Wayra, with Urbano Marginal publisher (Lima). In 2013, she published “Mestiza” (Mix-raced) with Ediciones del Dock (Buenos Aires), and in 2014, “La mujer de la Bestia” (The Woman of the Beast) with Trópico Sur publisher (Montevideo).

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